La mujer de la carnicería ha doblado con sumo cuidado el envoltorio y se lo ha ofrecido. Doce euros, ha dicho a la joven que adelanta la mano hacia el alimento. Le dice que no puede, que son varios los días en los que no llega nada, y que si le fía los bistecs le hará un infinito favor. La mujer retira con un gesto brusco la mercancía. Abre la bolsa y saca los dos trozos de carne que deja a un lado del mostrador, desmayados y solitarios. Mientras tanto, un poco más allá, la dependienta de la fruta ha visto la escena. Del dorado cierre del bolso se refleja el brillo de neón del establecimiento. Y la mujer de negra cabellera, de sangre Chiloé, arremete contra la ciudad, y se le asoman unas lágrimas, unas lágrimas que sus hijos también derramarán, los destinatarios de aquella imposible vianda.